Desde mi infancia hasta la muerte de mi padre 1
Ya que algunas personas han escrito mi biografía, yo también quiero escribirla. El motivo principal que me mueve es que no perezcan en el olvido hechos que ocurrieron mientras tomé parte en los asuntos políticos de Cuba, tierra en que nací y me eduqué.
Sin pasiones que me agiten, sin intereses que me ofusquen y sin espíritu de partido, que todo lo tuerce y desfigura, puedo ser imparcial. Ni mentiré, ni callaré verdades cuando deba decirlas; y por ninguna consideración de amistad, de parentesco, ni paisanaje, pintaré a los buenos como malos ni a los malos como buenos.
El abogado don José Rafael Saco y Anaya, natural de Santiago de Cuba, pasó a fines del pasado siglo a la entonces villa del Bayamo a defender un pleito importante. Allí conoció a la señorita doña María Antonia López y Cisneros, y prendado de sus buenas cualidades y talento, casó con ella, de cuyo matrimonio nacieron dos hijos y una hija, siendo yo el primero, que vino al mundo el 7 de mayo de 1797, y el único que sobrevive.
En medio de mis juegos infantiles veníanme con frecuencia dos ideas a la mente: una seria y otra risible. Aquélla era que si la gente se moría era porque la dejaban morir, pues yo creía que sacando los enfermos de su cama, llevándolos a la calle, y poniéndolos en pie quedarían curados y echarían a andar. ¡Extraña confusión de ideas! Pues yo tomaba aquí el movimiento y los signos de la vida como medio de evitar la muerte.
La otra idea consistía en que en aquellos tiempos, los niños, aún de las familias más decentes de Bayamo y de otros pueblos de Cuba, si bien calzados, sólo vestían una camisa larga que manteniéndolos frescos en aquel cálido clima, dejábales la más completa libertad en todos sus movimientos, sin verse condenados, como torpemente se hace en Francia, a la inmovilidad de las piernas, por envolvérselas unas contra otras en los pañales que las cubren. Pero la camisa tan cómoda a la que yo estaba acostumbrado me la mudaban los domingos, poniéndome pantalones para ir a la iglesia, que estaba frente a mi casa. Luego que me los ponían empezaba a sufrir, y deseaba que la misa se concluyese prontamente para volver a mi casa y quitarme los pantalones, pues me daban una picazón irresistible. De aquí venía la idea de que cuando yo entrase en mayor edad, me vería forzado a tener puestos los pantalones todo el día, y tan triste perspectiva me llenaba de aflicción; aflicción hija de mi inexperiencia, porque en tan tierna edad no se conoce la influencia del hábito en modificar nuestras sensaciones. Lo notable es que aunque los niños, por carecer de malicia, dicen cuanto piensan y oyen, yo guardé siempre acerca de aquellas dos ideas el más profundo secreto, pues jamás me atreví a comunicarlas ni aun a mis padres.
En mi inocencia y cuando aún no contaba cuatro años, comprometí a mi padre una vez. Habíanse llevado presos de los campos a la cárcel de Bayamo tres o cuatro vecinos pobres, casi obscuros y sin ninguna influencia, imputándoseles el crimen de querer alzarse con el pueblo. La mujer de uno de aquellos hombres acudió a mi padre para que defendiese a su marido; pero mi padre, que no conocía ni a éste ni a ella ni tampoco quería mezclarse en tal negocio, rehusó la defensa. No se dio la mujer por vencida; informóse de las frutas que más me gustaban, y comprando una sandía, pusóse en una esquina de la plaza donde estaba mi casa, a espiar el momento en que yo saliese a jugar, según costumbre, al portal de ella. Luego que me vio, corrió hacia mí y partiendo en tajadas el melón con un cuchillo que llevaba, retiróse; yo me lo comí en presencia de mi madre y de mi abuela. Mientras pasaba esta escena, mi padre estaba fuera de casa; mas luego que volvió, tuvo noticias de lo ocurrido; y como me amaba entrañablemente, mandó buscar a la mujer y luego que ésta se le presentó, díjole: Señora, no sólo defenderé a su marido, sino que lo haré de balde. Mi padre era un buen abogado, y fuéle muy fácil demostrar que todo era calumnia, logrando que así su defendido como los demás supuestos conspiradores fuesen absueltos y puestos en libertad. Tal es la causa que entonces se llamó en Bayamo causa de los alzados. ¿Pero nació ella de alguna ruín venganza contra esos infelices? ¿Nació del deseo de recomendarse algunos con el gobierno haciéndose salvadores del país? A mi corta edad, ni mi padre pudo informarme de lo que había pasado ni yo podía comprender los resortes que se movieron para tan falsa acusación. Hoy se diría que ella fue obra de algunos peninsulares; pero nada por cierto más injusto que tal suposición. Su número en Bayamo era entonces muy corto, casi todos catalanes, casi todos taberneros o tenderos; ninguno tenía aspiraciones políticas, carecían de influencia social, no pensaban más que en buscar dinero con su industria, y felizmente no existían entre ellos y los bayameses los odios patricidas que después se despertaron con tanta fuerza.
En aquel tiempo, y en algunos años posteriores, todas 15 las autoridades, desde el teniente gobernador hasta el último capitán de partido, en toda la jurisdicción de Bayamo eran cubanas, y lo mismo acontecía con las corporaciones y empleados. Entre aquéllas y éstos solamente había un peninsular, llamado don Ignacio Zarragoitia, administrador de rentas reales. Era andaluz, arrogante mozo, inmoral hasta el escándalo, desfachatado, travieso de espíritu litigioso, y usurpador de los fondos públicos que manejaba; pero forzoso es decir en gracia de la justicia, que tal hombre, a pesar de todas sus tachas, no tuvo la más leve parte en la infame intriga de los alzados. Ni tampoco la tuvo el teniente coronel don José Coppinger, que era entonces el digno habanero gobernador de Bayamo; pues a su carácter firme y enérgico, juntaba una probidad y desinterés que honran su memoria.
Mi carrera ha sido literaria; y, sin embargo, mis primeras ideas fueron contrarias a las letras, a lo menos en apariencia, pues cuando alguno de mi familia me decía que era menester que fuese a la escuela para aprender a leer, yo exclamaba bañado en lágrimas, no me mienten escuela, porque me muero. Mi padre, como he dicho, fue abogado; veíale siempre entre libros, escribiendo o dictando, y rodeado de gente de pluma. ¿Cómo, pues, propenso el hombre a imitar en todas edades, y nunca tanto como en la niñez, mostraba yo tan grande aversión a la escuela? Al cabo de tantos años, porque en la vejez, no puedo explicarme claramente lo que entonces en mi ánimo pasaba; mas creo que mi repugnancia no era a las letras, sino a la escuela en que ellas se enseñaban, pues yo sabía que allí a veces se azotaba a los niños, y no quería que conmigo se emplease semejante castigo. Una casualidad produjo en mis ideas una revolución repentina. Había ido mi padre a la hoy ciudad de Puerto Príncipe, en donde residía la Real Audiencia de la Isla de Cuba, a defender un pleito de intereses personales. Después de su llegada escribió una carta a mi madre, que había quedado en Bayamo, y cuando ésta la recibió, me dijo, «que como yo no sabía leer, no podía enterarme de su contenido». Estas palabras picaron tanto mi curiosidad, que sin ninguna excitación, y cediendo a mi propio impulso, ofrecí a mi madre ir a la escuela al siguiente día; y fui en efecto a una muy pequeña contigua a mi casa, tenida por dos señoras bayamesas hermanas, de apellido Fontaine, amigas de mi familia, y en donde solamente se enseñaba lecturas y el catecismo.
La instrucción primaria en Bayamo y en toda Cuba yacía entonces en tan grande abandono, que ni el gobierno ni corporación alguna cuidaban de ella; pero este mismo abandono dejaba a todo el mundo la más completa libertad, porque el hombre y la mujer, el blanco, el negro y el mulato, todos podían abrir escuelas sin previo examen ni licencia de nadie. Muy poco y mal era lo que en ella se enseñaba, más distinguíalas una cualidad recomendable, porque en Bayamo, a lo menos, todas eran gratuitas; y sólo algunos años después se fundó una en que los discípulos pagaban.
Era ésta la de un peninsular llamado don Diego Abreu y en la que se enseñaba mejor que en las demás, pues se escribía con gallarda letra española, dábanse nociones de aritmética y creo que aun de geografía.
En la pobre escuela a que yo asistía empezaron a enseñarme lo único que allí se aprendía: lectura en libro impreso y catecismo. Una de las dos señoras, mis maestras, solía llevarme a la misa que se decía en la iglesia del Santo Cristo, frente a mi casa. Gustábame oírla de rodillas, y acuérdome de que un día en que se dijeron muchas por el alma de un vecino difunto, yo oí arrodillado once de seguidas. Esto causó gran sensación en todas las personas que lo supieron; y cuando me celebraban tal proeza, yo sentía interiormente una especie de orgullo, no sólo por mi devoción, sino por la resistencia que había mostrado, estando tanto tiempo de rodillas.
Luego que aprendí a leer, pasé a otra escuela, no lejos de mi casa, que gratuitamente tenía el presbítero bayamés don Mariano Acosta. Todo lo que en ella se enseñaba era leer en letra impresa y de pluma, como se decía, escribir latín, sirviendo de texto la pésima gramática de Nebrija, el Breviario para traducir y como complemento las Epístolas de san Jerónimo; pues allí no se conocía a ninguno de los clásicos latinos, de quienes hice después en la Habana algún estudio. Enseñábase también el modo de contar según el calendario y letras de los romanos; conocimiento que me ha sido muy útil en todo el curso de mi vida. Pronto recorrí todos les ramos que en ella se enseñaban y al cabo de algún tiempo el mencionado presbítero dividió en dos bandos todos los alumnos que estudiaban latín, nombrándose por jefe o capitán de cada uno de ellos a dos de los estudiantes más adelantados. Apellidábanse Roma y Cartago aquellos bandos, y yo fui el jefe de éste. Cada mes se examinaban mutuamente los alumnos de cada partido, y reuniéndose todos los puntos favorables y contrarios, aquél que obtenía mayor número de los primeros alcanzaba la victoria. Estas contiendas literarias, sin excitar rivalidades, hacían estudiar y adelantar a todos los alumnos.
Cuando mi madre murió, el 25 de noviembre de 1806, yo solamente tenía nueve años de edad. En los cuidados materiales que prodigaba a sus hijos, mi padre hizo las veces de ella, pues nos vestía, limpiaba la cabeza, cortaba las uñas y lavaba nuestro cuerpo, bien que esto último era con menos frecuencia, porque acostumbrábamos bañarnos, y a veces diariamente, en el río de Bayamo, de aguas entonces limpias y puras, pero enrojecidas hoy con la sangre derramada desde que la funesta guerra civil estalló en Yara el 10 de octubre de 1868.
En las vacaciones de mis estudios llevábame mi padre al campo, y allí saltaba, corría a pie y a caballo, nadaba, y dábame a otros ejercicios que fortaleciendo mi constitución, coadyuvaron poderosamente a la prolongación de mi vida, pues a la hora que dicto estos renglones, cuento ochenta años, nueve meses y nueve días.
Permanecí en la escuela del presbítero Acosta hasta la muerte de mi padre, quien nunca quiso que yo pasase a cursar filosofía, aunque ya lo habían hecho otros menos aventajados que yo en la lengua latina. A decir verdad, nada perdía en esto, porque la tal filosofía que en Bayamo se enseñaba era una escolástica pura, llena de sutileza y disparates.
Perdí, sin embargo, algún tiempo precioso de mi vida, porque si me hubiera hallado en la Habana, por ejemplo, habríame dedicado a otros estudios.
Importa recordar aquí que el convento de los padres dominicos, fundado y dotado por el Sr. Parada, rico vecino de Bayamo, era el único establecimiento científico que había en aquel pueblo, cuya enseñanza por los referidos padres reducíase toda al latín, a lo que se llamaba filosofía y a la teología escolástica. ¡Deplorable estado por cierto, porque no se daba la menor atención a ninguno de los conocimientos que podían influir en el verdadero progreso de aquel pueblo!
Desde la muerte de mi padre hasta mi salida
de Bayamo para continuar mis estudios
en Santiago de Cuba
Si yo fuera supersticioso, creería en sueños, pues soñé un mes antes de la muerte de mi padre, que él había dejado de existir. Gozando de buena salud, atacóle una fiebre, y privado repentinamente de la palabra, murió intestado el 30 de junio de 1811. Hallábame, pues, huérfano de padre y madre a la edad de catorce años y dos meses, y so color de ampararme, lo mismo que a mi hermano y hermana de menos edad que yo, metiéronse en casa el padre general de menores, y el tribunal, compuesto de juez, asesor y escribano, para formar el inventario de los bienes que habíamos heredado. Consistían éstos en once haciendas de ganado y de labor, tres casas en Bayamo, siendo de alto una de ellas, y algunos esclavos de ambos sexos.2 Había, pues, como vulgarmente se dice, paño por donde cortar, y los falsos protectores concibieron el proyecto de ser administradores de todo el caudal.
Como yo había cumplido ya catorce años, facultad tenía de nombrar procurador a quien quisiese; pero no así mis dos hermanos, menores que yo, y que siendo pupilos, según la frase de la ley, necesitaban de tutores, bien fuesen legítimos, bien dativos. Estos no podían tener lugar sino a falta de aquéllos, que debían ser parientes hasta el cuarto grado. Aun vivía nuestra abuela materna y un hijo de ella, tocando a la primera, y en su defecto al segundo, la tutela legítima de mis dos hermanos pupilos. Tratóse, pues, de invalidar a la abuela y al tío para que no ejerciesen aquel cargo, y que éste recayese entonces en el padre general de menores como tutor dativo. Inventarónse, pues, negras calumnias, contra aquellas dos honradas personas, y aun formóseles causas criminales; pero al fin quedaron frustrados tan infames proyectos con la presentación de un pariente inesperado para ellos, y que, hallándose dentro del cuarto grado, reclamó la tutela legítima de mis hermanos pupilos. Frustrado el golpe de la tutela, no hubo medio de atajar la formación del inventario, pues éste, según la ley era de toda necesidad. ¡Cuán amargas lecciones recibí entonces desde tan temprana edad! Los más íntimos amigos de mi padre, los que ante él se inclinaban y le besaban las manos, convirtiéronse en enemigos y verdugos de sus desventurados hijos. Formáronles once pleitos para despedazar sus bienes; y yo tuve entonces que interrumpir interinamente mis estudios, para convertirme en agente de los negocios de mi casa, pues era el amanuense de los escritos, quien los presentaba al escribano, recibía todas las providencias que se dictaban, y las llevaba a nuestro defensor.
Natural era que el inventario se comenzase por los bienes de la población, y aunque mi padre había dejado de ejercer la abogacía algunos años antes de su muerte, conservaba muchos papeles, los cuales fueron tan minuciosamente inventariados, que en esta operación se emplearon más de dos meses. Concluida que fue, pasó el tribunal, acompañado del padre general de menores de una turba de bandidos, que no otro nombre merecen, a formar el inventario de las haciendas de mi padre; y ya se infiere el destrozo que harían en ellas. No pudieron, sin embargo, tantos desórdenes, tantas costas, ni los once pleitos que nos habían fraguado acabar del todo con aquella herencia, pues todavía quedó a los hijos de Saco algún patrimonio con que vivir cómodamente.
En esta vida de angustias y dolores pasé tres años; y cuando al fin vi ya seguros para mí y para mis dos hermanos los restos de la fortuna que habíamos salvado de tan terrible naufragio, me decidí a continuar mis estudios, no en Bayamo, sino en Santiago de Cuba. Me decidí, he dicho, porque desde la muerte de mi padre fui árbitro de mis acciones. Mi curador jamás se ocupó de mi persona, y mi abuela materna, ya por el amor que me tenía, ya por su avanzada edad, dejábame hacer cuanto yo quería. Por eso fue que entonces me lancé a un acto político, que debo señalar como el primero de mi vida. Habían Las Cortes Constituyentes congregados en 1810 concediendo a las provincias de América los mismos derechos políticos que a España. Hecha que fue la Constitución de 1812, promulgóse también en Cuba. No es del caso hacer aquí la crítica de aquel código fundamental, pero no debe omitirse que a su sombra se cometieron muchos abusos y desórdenes, pues sin fijar la edad a que el ciudadano podía ejercer sus derechos, mezcláronse en las elecciones aun los muchachos de doce y catorce años. En una de ellas era candidato para concejal en Bayamo el abogado don Rafael Pérez, que carecía de ciertas cualidades necesarias para desempeñar aquel cargo. Algunos de sus enemigos trataron de oponerse a su elección; pero no atreviéndose a dar abiertamente la cara, buscáronme para que fuese yo quien manifestase en la Junta las tachas de que adolecía. Lleváronme efectivamente a ella, y luego que se pronunció el nombre del referido abogado, pedí la palabra y expuse los motivos que le impedían ser concejal. Al cabo de tantos años deploro mi imprudencia y osadía; pero puede disculparse con mi cortísima edad, que no me dejaba percibir todas las consecuencias de aquel acto. Aconteció este suceso en 1813, y permaneciendo en Bayamo, partí al fin de ésta mi tierra natal para Santiago de Cuba, a principios de septiembre de 1814, en cuya ciudad había ya estado antes por haberme llevado a ella mi padre para que conociese a sus hermanas y sobrinas.
Mis estudios en Santiago de Cuba
Existía desde tiempos anteriores en Santiago de Cuba un colegio seminario bajo el nombre de San Basilio El Magno. Enseñábase en él lengua latina, de la que había una cátedra de menores y otra de mayores, filosofía, dibujo, canto llano y derecho civil y canónico bajo de una misma asignatura. Limitada enseñanza era ésta para llenar los deseos de la juventud estudiosa; pero al fin era algo más de lo que se aprendía en Bayamo.
Mi objeto era cursar filosofía, lo que no se podía hacer sin previo examen de la lengua latina por los profesores del dicho colegio. Pusiéronme a leer y a traducir un fragmento del Breviario, y dándose por satisfechos, me aprobaron, considerándome apto para el estudio que aprendía. Abrióse aquel curso, como de costumbre, el 14 de septiembre. El catedrático, todavía joven, llamado C. Bravo, hombre de luces claras y de fácil locución en sus lecciones. Ningún autor servía de texto, pues el profesor había formado unos cuadernos en latín en los cuales él pensaba haber reunido lo más selecto de la filosofía. Dictaba diariamente a sus discípulos las lecciones que debían aprender de memoria, las que él ampliaba después en sus explicaciones, que no eran en latín, sino en castellano. Formaban cuadernos estas lecciones, para que los alumnos no olvidasen lo que habían aprendido; y confieso que yo era uno de los que mejor los conservaba en la memoria; pero al mismo tiempo debo confesar que yo, sin tenerla mala, a los pocos años de haber salido de aquella clase, ya no me acordaba ni aun de la primera palabra de mis cuadernos de filosofía.
Al promedio de 1815 ya se había enseñado en aquella clase la Lógica y la Metafísica, sobre la que yo defendí conclusiones públicas. Costumbre era entonces que, concluidos aquellos actos, el estudiante convidaba a las Réplicas, que así se llamaban, a las personas que le examinaban, a todos los profesores, condiscípulos y otros individuos, para que fuesen a tomar refrescos a su casa, en la que se ponía una mesa más o menos espléndida, según las facultades y generosidad del alumno. Hago mención de estas circunstancias, porque sin ellas no hubiera ocurrido lo que paso a referir.
Todos los que asistieron a mis conclusiones, que fueron en latín, decían que yo había quedado lucidísimamente, y me colmaban de elogios, pero en mi interior no los aceptaba, porque confieso con toda franqueza que no entendía ni una sola palabra de lo mismo que había defendido con tanta brillantez. Tal era el enredo metafísico en que me había metido. Hallábase a la sazón en Santiago de Cuba el joven abogado José Villar, nacido y educado en la Península, donde había hecho sus estudios. Como era instruido, convidábasele siempre para que arguyese en todas las conclusiones públicas que sobre diversos ramos se tenían en Cuba. Fue por consiguiente uno de mis examinandos y después de terminado el refresco que a él y a otros yo les había ofrecido en mi casa, llamóme a un extremo de la sala y díjome en substancia: «Usted es todavía muy muchacho y me intereso por usted. Ésta filosofía que usted estudia, de nada le servirá. Procure usted ir a la Habana, en donde hay un clérigo muy joven, llamado Varela, que enseña verdadera filosofía moderna en el Colegio de San Carlos de aquella ciudad.» Estas palabras me hicieron la más profunda impresión en mi espíritu, y puedo asegurar que a ellas debo el cambio y revolución que experimentaron mis ideas. No pude entonces trasladarme a la Habana según deseaba; pero desistí de continuar estudiando aquella filosofía. Como los cursos del colegio de Santiago de Cuba se habían cerrado, torné a Bayamo a pasar las vacaciones, y cuando en septiembre de 1815 volví a Santiago de Cuba, fue para cursar Derecho.
El catedrático de esta ciencia era el abogado don Luis María Arce, quien rara vez asistía a su clase, desempeñándola en su lugar uno de los estudiantes más aventajados. Por esto se inferirá, cuán poco Derecho podía aprenderse en aquella clase. No está de más decir, que cuando el catedrático solía ir a desempeñar su cátedra, era más bien para tener altercados con algunos de sus alumnos, para contar cuentos raros, pues era muy embustero, y hacer explicaciones, no de Derecho civil, sino de canónico y de teología moral. Paréceme que esto hacía, no sólo porque se sentía flojo en las materias puramente jurídicas, sino porque miraba con disgusto que sus discípulos aprovechasen, y que abogados más adelante, le aventajasen e hiciesen sombra en la abogacía. Por lo demás, el mencionado profesor era hombre de talento, de voz sonora, y de suma facilidad de palabras en todas sus explicaciones, pues con gusto se le escuchaba.
De septiembre de 1815 a marzo de 1816, estudié allí Derecho, en cuyo período gané mi primer curso en esta ciencia. Poderosos obstáculos detuviéronme entonces en aquella ciudad; pero venciéndolos todos pude al fin tornar a Bayamo, en donde permanecí parte del verano de dicho año con el propósito de seguir mis estudios en la Habana. Doloroso me es recordar todavía que ninguno de mis parientes aprobó mi determinación, pues todos miraron con disgusto mi partida, creyendo que mi viaje sería la causa de mi perdición. Yo empero estaba convencido de lo contrario, porque aunque sin guía ni protección, sentía dentro de mí el firme convencimiento de que no se cumplirían los fatales pronósticos que me anunciaban.
1 Fernando Ortiz (Comp.): Contra la anexión. José A. Saco. Recopilación de sus papeles, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1974, pp. 14-22.
2 No por vana ostentación, sino por los recuerdos, ora gratos, ora tristes, que tienen con mi niñez, y aun mayor edad, permítaseme insertar aquí los nombres de aquellas haciendas: Managua, Repelón, Angostura, Curia, Tínima-Abajo, Tínima-Arriba, Palmarito, Pelada, El Santísimo, Guabatuaba-Abajo, y Los Jagüeyes. La mayor parte de estas haciendas adquiriólas mi padre por herencia que le dejó el doctor Antes, clérigo rico de Bayamo, de quien había sido muy amigo y defensor en todos sus negocios (Nota de Saco)
Arango, Saco y el liberalismo decimonónico criollo
MsC. Idelmis Mari Aguilera
Bajo la influencia liberadora de la Ilustración, los finales del siglo XVIII cubano fueron años, no solo de transición centuriana, sino epocal. Ellos marcaron el término de un período en el cual las sucesivas medidas metropolitanas tendentes a la centralización administrativa y la monopolización comercial habían frenado el proceso diversificador productivo y fortalecido a la oligarquía habanera vinculada al comercio de exportación en detrimento de los propietarios del resto de la Isla.
En España reinaba Carlos III (1759–1788) en época de pleno desarrollo del Despotismo Ilustrado. Las transformaciones, impulsadas desde arriba propiciaron una expansión económica acompañada de un proceso de ruptura del orden feudal en el campo, del gremial en las ciudades y el ascenso de la burguesía fundamentalmente en las zonas litorales.
Esta burguesía condicionada por factores domésticos buscó su expansión en los mercados de ultramar, para lo cual necesita más que el cambio del sistema feudal existente en España, de la apertura del comercio colonial a sus productos; bajo el influjo de estos factores se deroga el monopolio Cádiz–Sevilla sobre el comercio de América y se orienta la política colonial de Carlos III encaminada a fortalecer su posición en la Isla.
En Cuba, los propietarios criollos interesados en la producción mercantil del azúcar a gran escala, captan la existencia en el gobierno real de una actitud favorable de sus aspiraciones; pero estimulados por una coyuntura internacional favorable, enarbolaron demandas que superaban el ámbito mercantil hispano, para promover la transformación de la economía insular a través de una efectiva inserción en el mercado mundial.
Los propietarios criollos interesados en la aplicación de reformas librecambistas obtendrían en la última década del siglo XVIII las medidas de mayor significación para la economía colonial del momento, bajo el reinado de Carlos IV.
El 6 de febrero de 1789, Francisco de Arango y Parreño, apoderado del Ayuntamiento de La Habana en Madrid, solicita la liberación del tráfico negrero que facilitara la obtención de fuerza de trabajo a bajo costo, y reclama para el puerto de La Habana el monopolio de su introducción.
El 28 de febrero se declaraba la libertad de la trata de esclavos. La escasez de mano de obra disociada de medios de producción encontró solución en el empleo de mano de obra esclava, explotada por medios de coerción extra económica. La plantación azucarera emergía con la peculiaridad de producir para un mercado capitalista con fuerza de trabajo esclava.
La clase de propietarios criollos que cuaja definitivamente será burguesa por su mentalidad y aspiraciones con la peculiaridad de explotar en lugar de obrero, esclavos, lo que en esos momentos le permitirá abaratar los costos y obtener altas ganancias; Francisco de Arango y Parreño será su principal ideólogo.
El apoyo brindado por el gobierno colonial que adquirió su máxima expresión con el monarca Carlos IV (1788–1808) y el Capitán General Luis de las Casas (1790) —para dar el salto azucarero que permitió a la sacarocracia cubana ocupar el mercado azucarero haitiano, fue compensado con la postura dependiente de la aristocracia criolla occidental que se expresó en una posición ideológica reformista e independentista.
Arango, en su Representación hecha con motivo de la sublevación de los esclavos en los dominios franceses de la Isla de Santo Domingo (1791), antecedente de su Discurso sobre la agricultura en La Habana y medios de fomentarla (1792), solicitó prórroga de libre tráfico negro y derogación de la Real Cédula que permitía a España monopolizar el comercio isleño; exponiendo abiertamente los postulados principales del reformismo criollo: libertad de comercio, libre introducción de esclavos, política proteccionista y franquicias comerciales, las cuales abarcaban no solo la producción de azúcar sino también el tabaco y el café.
La labor de Arango en la década del 30 coincidió con el ascenso a la cúspide del panorama político y cultural de la Isla de José Antonio Saco y López (7 de mayo de 1797–26 septiembre 1879). En esta década la corona Española inició el abandono de la defensa de los intereses de la oligarquía criolla, lo que adquirió un matiz definitorio en 1837 con la exclusión de los representantes de la Isla a las cortes españolas; triste colofón de los cambios que se producían desde una década atrás con la promulgación del régimen de facultades omnímodas y que desde 1832 con la investidura de Tacón como capitán general, se levantaba un valladar, a la postre infranqueable, entre la oligarquía criolla y el gobierno colonial, que generó un sentimiento de ruptura del patriciado isleño con la metrópoli.
En medio de un ambiente de opresión política desarrolló Saco su labor como representante de la oligarquía criolla; en las nuevas condiciones los cubanos necesitaban no solo libre desenvolvimiento económico sino libertades individuales y políticas, el alcance de las reformas demandadas por Saco llegará hasta ahí. Él encarnará lo más avanzado del pensamiento cubano de 1830 a 1860, pero su posición encontró fuerte rechazo entre la generalidad de los negreros del occidente de Cuba.
La comprensión del problema cubano parte tanto en Francisco de Arango y Parreño como en José Antonio Saco, del conocimiento de la realidad caribeña pues para ambos el Caribe como sitio geográfico, histórico y económico donde convergen civilizaciones de raíz europea con una creciente presencia africana, constituye el medio de las relaciones de Cuba con América y el ámbito de existencia de la esclavitud y por tal razón constantemente buscan en él diferencias, similitudes y patrones de comparación.
Fue Arango impulsor de la fórmula de desarrollo azucarero basada en el incremento de la producción sobre la base de aumentar el número de ingenios, extender las tierras cultivables e incrementar proporcionalmente el número de esclavos. Defensor irrestricto de la esclavitud, buscó su mantenimiento y el de la trata negrera, aún cuando las campañas contra el comercio humano tomaban mayor fuerza cada día.
La abolición de la trata solo la plantea Arango como una medida de futuro a partir de 1830, y aboga por un mejoramiento en las condiciones de vida del esclavo cuando las dificultades para mantener el tráfico ponen en peligro su obtención; buscaba con ello ampliar la esclavitud como institución económica. Todo su razonamiento con relación al problema esclavo tiene una connotación económica. Sus propuestas de fomento de la población blanca están encaminadas a contrarrestar el miedo al negro, pero no fueron planteadas como soluciones sustitutivas de la esclavitud, entendida esta como entidad económica. Fue partidario del blanqueamiento de la población a través del mestizaje, lo cual está relacionado con la subvaloración de la condición humana del negro, muestra la esencia racista de sus concepciones. Sus análisis sobre la esclavitud africana se hacen desde una posición meramente económica, que soslaya las condiciones infrahumanas de existencia del esclavo, las que siempre consideró superiores a las que tenían en sus regiones nativas; pero en 1832 cuando la sabia que nutría a la institución esclavista amenazaba con extinguirse totalmente, entonces planteó la necesidad, justicia y utilidad de la abolición efectiva del tráfico de negros, junto al mejoramiento de las condiciones de vida de los esclavos, especialmente las hembras.
Así sus propuestas de blanqueamiento de la población a través del cruzamiento de inmigrantes europeos con negros y la atención a las necesidades básicas de los esclavos, eliminando la sobre–explotación, a la par de la creación de condiciones que permitieran su constitución como familias, con amparo para los hombres, no tienen motivación filantrópica sino mercantil, pues buscan la reproducción de la especie en condiciones de servidumbre y con ello la perpetuación de la esclavitud.
Las ideas sustentadas por José Antonio Saco respecto a las problemáticas de la esclavitud, la trata negrera y la inmigración blanca son coherentes con las sostenidas por Arango y Parreño; pero en su caso, tienen una connotación no solo económica sino social y por lo tanto una proyección diferente.
Saco reclamó la abolición del comercio de esclavos de manera inmediata y efectiva, enarbolando intereses materiales, morales y políticos; al sostener la idea de que la entrada masiva de africanos en condiciones de servidumbre se convertiría en un obstáculo para el desarrollo económico de la Isla, y en factor que alteraría la composición étnica y social del pueblo cubano. Hay en este planteamiento, independientemente del carácter reduccionista que tiene respecto a los componentes étnicos y culturales, motivaciones socio–culturales vinculadas a su percepción del ser nacional.
El programa de reformas para Cuba, expuesto por Saco desde 1832 evidencia un sustrato antiesclavista en su pensamiento y una proyección de tipo liberal burgués al sustituir las relaciones esclavistas por nuevas formas basadas en la introducción de adelantos técnicos, tendentes a simplificar las labores fabriles y facilitar la división de las fases agrícola e industrial, en el proceso de producción de azúcar, a través del fomento del colonato.
La presencia de estos nuevos elementos en el esquema productivo que propuso, estaba indisolublemente ligada a la inmigración blanca. El empleo de mano de obra libre y blanca debía contribuir a reducir los costos y hacer frente al incremento del número de negros, medidas que vinculadas a la eliminación de contribuciones, mejoras en la infraestructura vial y políticas proteccionistas a la entrada de máquinas e instrumentos para los ingenios, ofrecen en su conjunto una proyección de desarrollo capitalista más integral.
Saco comprendió perfectamente que el trabajo asalariado y el colonato, como vías para suplir el empleo de fuerza de trabajo esclava, tendrían un efecto decisivo en la organización social al permitir, también desde este punto de vista, resolver el problema del esclavo.
Aunque Arango comprendió el proceso de mestizaje poblacional que se estaba produciendo en la Isla, consideraba que el desarrollo social debía propiciarse con la inmigración blanca; aunque no fuera española, partidario de nutrir el desarrollo nacional de elementos que se identificaran con la nación, no vio en la masa africana traída a Cuba la fuente de ese desarrollo.
Arango avizoró el peligro que representaban los Estados Unidos para América dado el crecimiento inusitado que alcanzaba y abogó por un crecimiento rápido del país que permitiera hacerle frente en un futuro, peligro que creció en décadas con el desarrollo de la corriente anexionista a la que se enfrentó resueltamente Saco. No será hasta Saco que encontraremos un cuerpo de definiciones sobre el problema nacional y la nacionalidad, que aunque limitado, porque excluye al negro.
Como expresión del sentimiento de afirmación de sí del cubano, había en Saco un reconocimiento de la diferenciación entre lo cubano y lo hispano, pero al obviar el paulatino proceso de integración étnica que se venía produciendo, potencia la condición de hispanidad, de ahí que defina a la nacionalidad cubana como hispano–cubana. Esta hispanidad de los valores culturales y étnicos va acompañada de la defensa que hizo a la raza blanca y del mantenimiento de la Isla unida a España, elementos estos que tuvieron su expresión desde una posición política contraria a la independencia, pero también a la anexión de Cuba a los Estados Unidos, lo cual consideró una postura anticubana.
Hubo sin embargo en Saco una clara comprensión de la imperiosa necesidad de cambios políticos y una lucha sostenida por alcanzar para los cubanos plena participación en el gobierno de la Isla y en las decisiones económicas, políticas y culturales. En 1852 muestra convincentemente que la disyuntiva para Cuba era que España le concediera Cuba derechos políticos, o Cuba se perdería para España; pero aún así continuó defendiendo la idea de lograr estos derechos sin un movimiento de ruptura violenta con España.
Cabe plantearse entonces que fue Saco un hombre convencido en lo más intimo de su ser de la inevitabilidad de la independencia que daría cuerpo al afianzamiento de las peculiaridades del cubano —con leyes y representaciones gubernamentales propias. Sin embargo su postura contraria a todo intento de conseguir estas libertades con métodos violentos lo llevó a asumir una actitud opuesta a la revolución, no obstante sus prédicas, aunque no se lo propusiera, estimularon en los cubanos las ideas de libertad e independencia.
En este sentido Arango, identificado con la política española con relación a la Isla, ni siquiera se cuestionó la idea de la independencia, no se planteó la reforma del sistema político ni aún con el período de facultades omnímodas, sus reformas no rebasaron el ámbito económico.
De manera general hubo en el pensamiento de ambos continuidad y coherencia, aunque las condiciones en que se desenvolvieron hicieron que Saco abarcara de manera más integradora el ámbito económico, social y político.
Los pronunciamientos liberales del bayamés minaban los cimientos sobre los que se sostenía la sociedad esclavista y con ello sobrepasó los postulados de la sacarocracia del occidente del país, encaminados solo a lograr un régimen político que asegurara sus privilegios, en especial el mantenimiento de la esclavitud.
Favorecidos por el auge azucarero, los propietarios vinculados a este sector, estaban imposibilitados para comprender —como lo estaba haciendo Saco, tal vez por no ser un sacarócrata en sí— que la política del gobierno español en lugar de estimular, frenaba el desarrollo de la Isla y comprometía su futuro.
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